Volver a Louis Malle
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Un plano de "El fuego fatuo".
Recuerdo que hace unos años, en la segunda Muestra de Cine Europeo de la Ciudad de Segovia, tuve oportunidad de entrevistar a Claude Lelouch. Le pregunté acerca de una observación apuntada en el pie de una fotografía de mi queridísima Enciclopedia ilustrada del cine de Editorial Labor[1]. Acompaña aquel texto, tan breve como lúcido, un fotograma de Un hombre y una mujer, el gran éxito de Lelouch y de Francis Lai, su músico, del año 67. En él se llamaba la atención sobre las diferencias existentes entre leer la revista Time, como Jean-Louis Trintignant en aquella estampa, y leer "L' Humanité dimanche, Pekín Informations o la colección Idées", como los personajes de Godard. Lelouch me respondió que lo único que había aprendido de la Nouvelle Vague era lo que no tenía que hacer. Tanta era la fobia que les inspiraban aquellos cineastas -que yo venero, afirmo una vez más- que incluso me agradeció que le hiciera la pregunta para poder arremeter contra ellos.
De un tiempo a esta parte vengo observando cierta tendencia a incluir Louis Malle en esa misma nómina que puso en marcha la modernidad cinematográfica. Tengo el convencimiento de que si el autor de Adiós muchachos (1987) hubiese cambiado impresiones con alguno de los comentaristas que tienen a bien hacerlo, su enojo hubiera sido parecido. Ciertamente, Malle comenzó su filmografía en 1957 con Ascensor para el cadalso, sólo un año antes de que Chabrol -el primero de la Nouvelle Vague que realizó un largometraje- filmara El bello Sergio (1958). Pero sólo la falta de rigor y la coincidencia de que todos fueran franceses y contemporáneos puede llevar a incluirles en el mismo paquete. También rodaban en la Francia de aquellos días cineastas como Roger Vadim, René Clément o el gran Jean-Pierre Melville y a ningún comentarista serio se le ocurre incluirlos en la Nouvelle Vague. Malle, como Melville, fue un precursor de aquella Nueva Ola de la pantalla francesa, pero nunca integrante de ella.
Ya no es sólo que no colaborara en Cahiers du Cinéma ni se moviera en los cenáculos intelectuales de la orilla izquierda del Sena, los dos núcleos germinales de la Nouvelle Vague. Basta con repasar la filmografía de Malle para rendirse ante la evidencia. Malle fue precursor de la Nueva Ola porque es un verdadero autor que escribió dirigió y produjo sus propios guiones. Pero su estética no tiene nada que ver con la de los jóvenes turcos, que llamó la prensa a los miembros de la Nouvelle Vague cuando aún eran los combativos críticos de Cahiers...
Malle en modo alguno fue un cineasta rompedor. Tanto es así que Ascensor para el cadalso -una de las cintas más brillantes de su tiempo-, debe ser adscrita a un género tan clásico como el cine negro, a cuyas férreas estructuras se atiene con maestría, pero en modo alguno rompe ni renueva. Lo más novedoso en ese brillante ejercicio de estilo, en esa excelente aceptación de las normas, es la música de Miles Davis. Como cualquier aficionado sabe, dio lugar a uno de los mejores álbumes de la historia del jazz.
Escribo aun conmovido por la revisión de Adiós muchachos -y van tres-, que ayer puso fin al ciclo de Malle que me ha ocupado estos días. Atesorar unas cuatro mil películas me permite estos placeres y concluir que las únicas concomitancias que registro entre Malle y Truffaut es que la última clave del asunto de La piel suave (1964), de este último, la dé la fotografía que muestra a Pierre Lachenay (Jean Desailly) con Nicole (Françoise Dorleac). Por un procedimiento parecido, la instantánea que retrata a Louis (Georges Poujouly) y Veronique (Yori Bertin) con el matrimonio de alemanes cierra el argumento de Ascensor...
A la inversa, hay algo en esas dos secuencias de Adiós muchachos, que nos presentan a los jóvenes alumnos del colegio del San Juan caminando por la ciudad, que ha venido a recordarme el paseo por París de los escolares del Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959). Como ya he tenido oportunidad de apuntar en esta bitácora, el de los escolares es todo un género del cine galo que como poco se remonta a Cero de conducta (Jean Vigo, 1933) y tiene una de sus últimas expresiones en Los chicos del coro (Christophe Barratiee, 2004). En cualquier caso, en ambas direcciones, estas analogías no son más que una minucia.
Lo que verdaderamente cuenta en Adiós muchachos, una de las mejores cintas de una época tan nefasta cinematográficamente hablando como para alumbrar abominaciones del jaez de Oficial y caballero (Taylor Hackford, 1982), Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) o Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) es su certero retrato de las miserias de la ocupación alemana de Francia. Como la vergüenza nacional que es, éste, el de la ocupación, es todo un género de la pantalla gala que ha tenido en Malle a uno de sus cultivadores más brillantes. Diríase que el recuerdo del día en que una mirada suya delató a Jean Bonnet/Jean Kippelstein (Raphael Fejtö) a la Gestapo -que acompañará a Julien Quentin (Gaspard Manesse) hasta el día de su muerte-, es el remordimiento de cuantos consintieron con el gobierno de Vichy, no oyeron los gritos de los torturados por los colaboracionistas de la policía alemana o jalearon a los israelitas, como los llama el padre Miguel (François Berleand) cuando la Gestapo se lleva a los niños al campo de exterminio. Y debieron de ser muchos, por más que tras la liberación su red de funcionarios se desmantelara de un día para otro.
La preocupación por esa vergüenza es una de las constantes que se registran en Malle. Acaso lo más curioso sea que lo hace sin maniqueísmo. Estremece ver a Bonnet guardando los lápices en su plumier. Mientras, los otros niños, que le han estado haciendo la vida imposible con la crueldad que los pequeños -pese a que su inocencia sea algo tan innegable como la bondad de los pobres- dedican a los recién llegados y a los diferentes, observan asustados. Tal vez sea esa secuencia la que mejor sintetiza la actitud de los gentiles no gaullistas en la Francia ocupada por los alemanes. Aquellos que jaleaban a lo hebreos porque los vientos soplaban de Berlín. Pero hubieran vitoreado a Stalin como los niños de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976) si las órdenes llegaran de Moscú. Nada que no haga el común de los mortales por salvar la vida.
Más singular es el trato que Malle da a su colaboracionistas. Tanto el Joseph (Françoise Négret) de Adiós muchachos como el Lacombe Lucien (Pierre Blaise), de la cinta homónima del 74, se pasan al enemigo tras haber sido despreciados por sus compatriotas. Para ellos no hay heroicidad que valga, como sí la hay para los protagonistas de El ejército de las sombras (Jean-Pierre Melville, 1969), la obra maestra de ese genero de la ocupación y la resistencia. Están condenados a la mezquindad y a la miseria de forma inexorable.
Pero también hay algunas de las ideas expuestas en Adiós muchachos ya perfiladas en El soplo al corazón (1971). Para empezar, hay cierto parecido entre Gaspard Manesse y Benoît Fereux, el actor que incorpora a Laurent Chevalier en El soplo... Se diría que en ambos, Malle nos está ofreciendo una imagen de sí mismo, del cariño que sentía por su madre, de la camaradería que le unía a sus hermanos y de su educación en un colegio de curas donde éstos reprimían esa homosexualidad hoy tan condenada. Sabido es que Adiós muchachos está basada en la propia experiencia del realizador. Precisamente por eso, las similitudes que El soplo... registra con ella nos demuestran que el joven Chevalier, que escucha con pasión a Dizzy Gillespie y Charlie Parker, es el futuro cineasta que encargará una banda sonora a Miles Davis.
Pero no sólo es eso. Tanto en Lacombe Lucien como en Milou en mayo (1990), la música es de Stéphane Grapelli, el compañero de Django Reinhardt en la creación del quinteto del Jazz Hot Club de Francia, ¡casi nada! Y en las dos películas, las cautivadoras composiciones de Grapelli tienen su momento estelar en la secuencia de los títulos de crédito. En ambas se nos muestra a su protagonista avanzando en bicicleta por una carretera rural bajo los acordes del violín del maestro.
En Milou..., además de cómo un comediante notable, Malle se nos descubre como un escéptico respecto al sacrosanto Mayo del 68. He ahí otra de las claves que le alejan de la Nouvelle Vague. Esa revolución parisina, que según nos han recordado ellos hasta el hartazgo contó con la participación de todos los progres españoles, en el gran Godard caló tan hondo que le tuvo apartado de la pantalla comercial hasta 1972. En tanto que al gran Truffaut le llevó a las barricadas a mostrar su apoyo a los estudiantes. Pero para Malle no fue más que un cachondeo.
Comedia brillante es también Zazie dans le métro (1960). De realización extravagante en algunos aspectos para las miradas superficiales, podría acercar a Malle a la singular puesta en escena de Godard. A mi juicio, las excentricidades de Zazie obedecen a la fidelidad de Malle a la novela original de Raymond Queneau, que no a una deliberada voluntad de extravagancia por parte del cineasta.
Brillante adaptador en la primera etapa de su filmografía -de Noel Calef en Ascensor..., de Dominique Vivant en Los amantes (1958) e incluso de Poe en William Wilson, su pieza de Historias extraordinarias (1968)-, el Malle literario alcanza su máxima expresión en El fuego fatuo (1963), sobre una novela de Pierre Drieu La Rochelle, el dandi fascista. Nunca me cansaré de repetirlo, ésta es la mejor película sobre alcoholismo jamás filmada. Superior incluso a las sobresalientes Días sin huella (Billy Wilder, 1945) y Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962). En efecto, los días que se nos van bebiendo no dejan huella, pasan cómo las páginas en blanco de un libro. Pero Malle supo retratar mejor que nadie la angustia de quien bebe, la tristeza del alcoholismo.
Acaso El unicornio (1975) pueda adscribirse a ese interés por la ciencia ficción de la Nouvelle Vague. Pero habría que tener la manga tan ancha como los años que la separan de Lemmy contra Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966) o Te amo, te amo (Alain Resnais, 1968).
Bien es cierto que esas galletas vitaminadas, que los niños de la Francia ocupada comían frente al retrato del mariscal Petain marcaron tanto a Truffaut como a Louis Malle. Aquél las recordaba en uno de los artículos recopilados en Las películas de mi vida[2], texto canónico de la literatura cinematográfica donde los haya. Malle, en Adiós muchachos. Pero adscribir a Malle a la Nouvelle Vague es algo tan gratuito -y tan frecuente- como decir que Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) es un western crepuscular. Bien es cierto que incluso en Las películas de mi vida, Malle está presentado en el epígrafe de la Nouvelle Vague. Pero yo quiero pensar que es debido a una edición apresurada, a una conveniencia de la traducción o esa tendencia a agrupar a los autores por el tiempo en que concibieron sus obras antes que por las verdaderas similitudes que éstas registran.
[1] Op. cit. Tomo g-o. Pág. 290.
[2] Ediciones Mensajero (Bilbao, 1976).
Publicado el 24 de noviembre de 2010 a las 14:45.